LA FLOR

Ya no se acordaba de donde venía, ni sabía a donde iba, cuando pisó por primera vez aquel prado. El sol primaveral lucía débilmente a través de la fina cortina tejida por la neblina matutina. Incontables gotas de rocío centellaron sobre las hojas verdes de la hierba fresca. Silencio era el único sonido audible, interrumpido de vez en cuando por el susurro del céfiro que llevaba consigo el gorjeo de un pajarito madrugón. Se dirijo hacia una piedra que se encontraba al borde del claro y se sentó encima del musgo que la envolvía con su esmeralda como si fuese un mantel satinado. Despacio paseaba su mirada por todo su alrededor, no observaba nada en concreto, era más bien un capturar de emanaciones que surgían de este sitio, un dejarse llevar por la magia del lugar. Estaba algo cansado de tanto caminar, la mayor parte de su vida se había pasado andando, aparentemente sin rumbo fijo, aunque en el fondo tenía la convicción firme de ser esta senda la suya y que al final se le revelara el sentido y la meta última de la misma. Colores tenues entraron por sus pupilas y le inundaron de una melancolía alegre, “Bonjour Tristesse”, su respirar fue lento, apenas se notaba al latir de su pulso, tranquilidad y sosiego le invadieron y le levaron a esa región onírica que dista lo mismo de la tierra como del cielo. De repente se dio cuenta, que su mirada se detenía siempre al pasar por el centro de la pradera, columbró una mancha de una tonalidad ligeramente distinta a esta acuarela de colores verdosos mezclados con rojizos, amarillentos, azulados. Se levantó y pausadamente se acercó al móvil de su interés. Ya lo vislumbró mejor, parecía una flor normal y corriente, pero al acercarse más le resultó cada vez más extraordinaria sin poder explicarse el por qué de este hecho. Empezó a buscar rasgos para clasificarla, determinar a que familia, a que género perteneciese y en ese momento se dio cuenta de la imposibilidad de tal cometida. Tenía aspecto y forma de rosa silvestre, pero sin las dolorosas espinas, mientras sus pétalos lucían un tinte orquidáceo con tonalidad negruzca. A pesar de que a primera vista las diferencias no eran muy llamativas hubo algo que le cautivó, sólo le era imposible decir qué. Así decidió quedarse un tiempo por esta región, no tenía rumbo fijo ni meta establecida y si alguien encuentra un hecho singular, en la mayoría de los casos sirve para algo, si bien al inicio escapa la razón última.

A partir de este momento se le veía muchas veces acercarse por el bosque colindante al claro. Normalmente se sentó en la proximidad de su flor y la contemplaba con su mirada perdida. En algunos momentos habló con ella intentando profundizar en sus secretos. Cuando el sol quemaba con su ardor estival los inquilinos de la pradera, él traía agua para su querida, le quitaba los caracoles y orugas, la protegía contra el vendaval, en fin, la mimaba como si fuese su ojito derecho. Tampoco se olvidaba de las compañeras, quería verla rodeada de belleza resaltando de esta manera aún más su hermosura sobrenatural. Cada día que pasaba aprendió algo nuevo de ella, así un día se percató que sus hojitas no eran dentadas, sino más bien festoneadas, otro vio que la nervadura de sus hojas era digitada, como si se tratase un palmo de mano abierta y acogedora, un tercero se daba cuenta que el cáliz estaba aterciopelado, un cuarto descubrió el color áureo de sus numerosos estambre, un quinto cayó en la elegancia estilista de los pecíolos. Solamente había una cosa que le entristecía, no sabía qué ella sentía por él, no podía hablar, o, quizás se negaba a comunicarle sus emociones, ya que en este mundo mágico todo era posible de una u otra manera. Sin embargo pensaba que ella tenía que apreciarle puesto que florecía cada día más, sus hojas no se marchitaban, su tallo vigoroso jugueteaba con los airecillos, incluso tenía la impresión que sus pétalos formaban una risita llena de ternura.

La climatología empezaba a cambiar anunciando la llegada del otoño primero y del invierno después. El seguía con sus visitas al templo de felicidad y una tarde aconteció. Se sentó como de costumbre al lado de su admirada y empezó a contarle una historia, probablemente la suya propia. Paulatinamente se sumergió en esta conversación inverosímil, le pareció que por vez primera obtuviese una respuesta, se dejó absorber, quitó los pocos obstáculos mentales que aún le quedaban y se fue al último viaje, al definitivo, al encuentro con su meta postrera simbolizada por su amor. De pronto entendió todo su significativo más absoluto, el por qué de la flor, los sentimientos mutuos, su cara empezó a radiar una felicidad celeste, de su cuerpo emanaron rayos de paz total  ...

Cuando a la mañana siguiente la gente encontró su cuerpo encorvado, uno comentó, que seguramente alguien le había robado el alma. Le enterraron en el cementerio del pueblo como le habían hallado, con una flor en su mano derecha.