HORA FINAL

Eran las cinco de la tarde. Sin cesar caía la lluvia, suave y ácida, gris el cielo, no se sabía si de nubes o de humo, el ruido monótono, una amalgama sin que se pudiesen distinguir sus ingredientes. Él la miraba, ella devolvía su mirada. Un chorrito fino de agua sucia se colaba por la gotera del paraguas mojando su hombro derecho, aún no haciendo efecto sus componentes químicos. Ellos estaban ahí esa tarde fijándose con sus ojos a escasos metros del tan famoso edificio que lucía letras áureas diciendo "The Japanes Torre de Oro Holding Bank Ltd." en cinco idiomas incluyendo el árabe y, por supuesto, el japonés.  En la línea casi no distinguible entre gris y gris que representaba al horizonte había otra torre, esta vez de humo negro. La Sierra Morena ardía, lejos y presente a la vez. El viento soplaba del oeste llevando consigo los fragantes aires del complejo petroquímico "Costa Doñana". Nada indicaba la estación, excepción hecha quizás por algunos adolescentes que, con sus tambores de acero inoxidable, caminaron detrás de una extraña figura de plástico representando un mito de una época ya condenada al olvido humano. Ellos no lo vieron, estaban hundiéndose el uno en el otro explorando verdades escondidas, sólo accesibles al lenguaje no hablado pero sí comunicado. Tampoco observaban como se encendieron en la cima de la Giralda las luces frágiles de neón formando un puño verde que sustentaba una rosa roja. No. Este mundo ya no era suyo. Buscaban algo distinto, algo con color, algo con silencio, algo con olor, algo palpable, algo que era suyo, suyo y no de otros, algo que merece la pena de soñar, un origen perdido, un rumbo nuevo, una meta para retornar. No se sabe cuanto tiempo estaban ya ahí explorando sus ojos. No prestaron atención a nada, a nadie. No a los anuncios avisando el vigésimo octavo aplazamiento de la EXPO, no a la gente que salió de las oficinas del "Ministerio de la Economía Sumergida", no a la ambulancia de la "Inseguridad Asocial" que buscaba desesperadamente su camino por el denso tráfico para llegar cuanto antes al centro terminal "Reina de turno", no a las sirenas anunciando la llegada del tren de alta velocidad con sus tres horas de retraso habituales, no al lecho vacío del Río Grande habiendo sido trasvasadas sus aguas a tierras sufridas por las sequías consecutivas, no a los alumnos de la escuela taller para la restauración de las artes sociobailables "Madre del Rocío" cuyo titular era el ilustrísimo ayuntamiento, no a las cazabombarderos de la base conjunta ruso americana de Rota/Morón sobrevolando la ciudad protegiéndola. No. Definitivamente no. Ellos intuían que hay otro camino de evasión, otro, que no era irse los fines de semana a los sitios protegidos de recreación sociocultural, ni refugiarse en su chalet mirando interminables telenovelas en innumerables canales estatales, autonómicos y privados sea por satélite, sea por cable. En este momento hubo sólo uno, sin retorno, sin meta pero con salida, un camino libre, definitivo. Como si fuese un número bien estudiado de un ballet levantaron lentamente sus manos, buscaron con ellas la cara tan querida del otro, la acariciaron, la exploraron,  encontraron las cerraduras, las abrieron, se quitaron las mascarillas, se besaron…

Eran las cinco y diez de la tarde. Dos cuerpos encogidos estrechándose las manos yacían en el suelo. Llovía sin cesar, ácido.