LEYENDAS

No hace mucho tiempo, una noche, la cual nunca olvidaré, llegué a una ciudad que se erige sobre una loma muy pronunciada dominando la llanura aluvial proveedora de tanta riqueza para los habitantes del lugar. Envuelto en un misterio indescifrable me acerqué a la entrada del casco urbano. Delante de mi mirada se alzó una puerta monumental iluminada por la luz plateada de una luna llena saliendo indemne del último eclipse de este siglo. Sus cimientos formaron cuadros toscamente labradas que indicaron las raíces pretartéssicas del recinto. El siguiente eslabón mostraba el paso de arquitectos púnicos, que cedieron su trabajo a los artistas de Imperio Romano. Las almenas ponían de relieve la importancia de la ciudad durante el dominio árabe, no en vano fue corte de un reino taifa. Al fin, por algunos adornos barrocos pude deducir que el sitio prosperaba también después de la reconquista, ya que el oro de las Indias pasaba por aquí en su camino hacia la Metrópolis. La calle me esperaba oscura detrás del arco principal, pero me negué a entrar aún, retrocedí algunos metros para contemplar esta maravilla durante un tiempo no determinado. Finalmente no pude resistir más y obedeciendo a una llamada secreta entré por el umbral para introducirme en un mundo lleno de encanto y magia. La iluminación artificial de la urbe se impuso suavemente a la luz selénica sin molestar. No se veían transeúntes, parecía un jardín virgen de muros esculpidos, de esquinas redondas, de callejuelas empedradas, todo sólo para mí. Tranquilo vagué por las entrañas de la villa, no era la primera vez que me perdí por este lugar, pero nunca ha sido por la noche. Aproximándome a la plaza divisé alguna gente, luego más personas y sin darme realmente cuenta me encontré metido en una fiesta popular. Bombillas colorados en forma de coronas colgaban en medio de la calle, el aire pesado tenía olor a freidoras, música folclórica de la tierra, compás de tres por cuatro, envolvía el ambiente, caras sonrientes, llenas de curiosidad, niños traviesos, padres generosos, parejas mano en mano, abuelas alegres, toda la zona sin coches que estorban, todo de gala, preparado para ....

Exactamente esta era la pregunta que me hice. Me dirigí a un bar, pero desistí de entrar a causa de la bulla, que me impedía el paso, así que me fui a un puesto de cerveza y me sirvieron el zumo de cebada en un vaso de plástico. “¿Qué santo tiene el honor de ser celebrado de tan magnífica manera?” quise saber del tendero. “¡Qué sé yo! No se trata de fiestas patronales, ni de virgen alguna, la idea de la velada surgió espontáneamente entre los vecinos, es la primear vez que sucede, y que yo vivo aquí ya más de ocho lustros” era su información. Vacié el vaso y abriéndome paso caminé hacia la plaza pequeña que se encuentra entre la iglesia y el ayuntamiento para entrar en una de esas tascas que tanto me gustan.  Esta vez si me sirvieron la cerveza en una jarra de cristal transparente. Sumergido en la masa que se arropó entorno a la barra, tropecé con un típico intelectual fácilmente reconocible por sus gafas estilo León Bromstein. Decidí interrogarle sobre la fiesta. Según me contó, el formaba parte de la comisión de festejos. Un buen día, alguien tenía la ocurrencia de montar una verbena en esta estación extremamente vacía de celebraciones populares. Se halló un motivo, el regreso de la princesa mora, última sobreviviente a la reconquista castellana, que, logrando escapar, juró volver un día para retomar el mando de su reino perdido, sea ella misma, sea una descendiente suya, habiéndola traicionado todos los hombre, principalmente los de su propia familia, de manera tan cobarde. Bebido el líquido amarillo, salí una vez más a la calle para dejarme llevar por la corriente de bullicio.

Por callejones estrechos, cuestas empinadas, correderas anchas deambulaba, hasta que vi a una mujer joven sentada en una terraza algo fuera del recinto festivo. Era morena, ojos en forma de almendras, que destellaban alegría, pelo lacio, no demasiado corto y teñido de henna, orlando un rostro lleno de curiosidad inocente, una risa casi imperceptible recorrió sus labios finos y rectos, la blusa blanca adornada con motivos hipíes cubría sus hombros, el viento mecía ligeramente la falda sembrada de ornamentos dorados, que dejó adivinar unas piernas esbeltas. Me paré en seco, millares de neuronas se encendieron al instante: Flash. No hubo más: FFF LLL AAA SSS HHH. Me dirigí a su mesita y con la voz más tonta la pregunté, si se dejara a invitar a una copa. Me miró con ojos llenos de jocosidad: “¿Por qué no? Hombre, pero debe ser una copa de helados en una noche no precisamente fría”. Accedí y me senté a su lado. En el transcurso de nuestra charla llegué a saber que ella no era de este lugar sino de tierras situadas más al norte, cosa que me también delató su acento con la última sílaba algo alargada. Mientras ella mantuvo el bol con sus manos delgadas, sin callos ni rastro de trabajo duro, para sorber los restos líquidos que quedaron del helado, propuse mostrarle la ciudad, cosa que aceptó encantadísima. Así que me encontré otra vez subiendo la pendiente dirección a la plaza, sin embargo ahora acompañado por una belleza sin par. Su interés por todos los detalles me llamó la atención, quería saber la historia entera, preguntó por los escudos labrados de las casas señoriales, indagó los nombres de las callejuelas y plazuelas, no se cansaba de mirar, parar, observar, jamás me sentí tan feliz haciendo de cicerone.

Pasada ya la media noche cogí suavemente su mano izquierda y la guié por la bulla hacia una explanada cerca del parador. No se me había escapado que los carteles anunciaban unos magníficos fuegos artificiales. Envueltos por un sonido estruendoso e iluminados por un cielo refulgente no pude oprimir mi curiosidad por más tiempo. Con voz dulce le dije: “¡Dime! ¿Por qué te fascina tanto este lugar? Pues no me parece normal tu ahínco de querer saber todo de este lugar, siendo de una región distante”. “Mira” me respondió “Mis dos apellidos son como el nombre de esta villa. Desconozco la causa de esta coincidencia, sin embargo, dicen en mi familia que algún día volviese a este sitio, y hoy se ha cumplido”. Le contesté en media broma: “¿Y qué, cómo te gusta tu ciudad?”. “Me ha sorprendido, estoy totalmente feliz, espero que los habitantes lo sean de manera igual, lástima que mañana por la madrugada tengo que coger el autobús, ignoro si regresaré un día, pero no es malo conocer su ciudad” me afirmó con su risita angelical. Tomado el cielo otra vez por la luz plateada paseamos lentamente sobre los adoquines sin que hubiera gente que nos molestara. Al final llegamos a una alameda donde nos sentamos en un banquillo debajo de una copa frondosa. Hablamos de leyendas, contamos historias de princesas embaucadas, de caballeros andantes, de moros y cristianos, de romanos y celtas, de tartesios y púnicos, mil relatos llenos de magia y sin darnos cuenta caímos en un pozo de ensueño, me perdí en sus luceros oponiendo ninguna resistencia, su encanto me llevó a países jamás conocidos, pisé el paraíso lleno de bienaventuranza...

Un rayo de sol que se asomó encima del seto enfrente me cosquilló la cara, abrí los párpados, miré a mis alrededores, me encontré solo, ni rastro de mi compañera de anoche, me froté los ojos, nada, o ¿qué si? ¿Qué era esto que me rasgaba el cuello? Una fina cadenita con colgante mudéjar luciendo el escudo de la ciudad. Sobresaltado me levanté y empecé a recorrer las calles sin rumbo aparente, no obstante en búsqueda de algo muy concreto. Exhausto dejé mi persecución loca para entrar en un bar mañanero y pedir una copa de aguardiente. Necesitaba pensar, ordenar mis impresiones tan inconcretas, encontrar un punto para volver a este mundo. Al pagar el camarero me sentenció: “Vaya rollo de princesas moras, todo leyenda, sin sentido”. Sacudido por una carcajada le repliqué ya debajo del umbral de la puerta: “¿Leyendas? ¡Quién sabe!”